Con 25 años de trayectoria en Grupo Ormo, Jorgina Martínez ha sido testigo de la evolución del sector editorial desde dentro. Comenzó muy joven, realizando sus prácticas en preimpresión, y ha vivido en primera persona la transformación del papel al mundo digital.
Desde sus primeros pasos como maquetista hasta la adaptación a nuevas tecnologías, su recorrido profesional ha estado marcado por la pasión, la innovación y un sinfín de anécdotas. En esta entrevista, nos cuenta cómo ha cambiado el sector, su experiencia al haber trabajado con tres generaciones de la familia Ortiz y algunas historias inolvidables de su paso por Ormo.
¿Cómo fueron tus inicios en la empresa y qué ha cambiado desde entonces?
Cuando empecé la empresa estaba en Barcelona y yo aún estudiaba por la mañana, así que trabajaba en el turno de tarde. En un principio me iban asignando distintas tareas, aunque la más habitual era la maquetación de fascículos. En esa época, el fotolito era una parte fundamental del proceso: se generaban películas de los cuatro colores de CMYK, esenciales para la impresión final. Desde entonces, el mundo de la preimpresión ha evolucionado muchísimo, pero aquellos inicios me dieron una base sólida en el oficio.
¿Qué querías ser de pequeña?
Creo recordar que quería ser fotógrafa. Me fascinaba la idea de capturar momentos y contar historias a través de imágenes.
El mundo del diseño editorial ha evolucionado mucho en estos años, ¿cuáles crees que han sido los mayores cambios en el sector y cómo te has adaptado a ellos?
Los cambios han sido abismales. Empecé como maquetista, pero mi trayectoria en Grupo Ormo ha sido una evolución constante. Pasé por Ormodesign, donde me encargué de desarrollar estructuras en cartón, una sección que formé parte prácticamente desde sus inicios, cuando Francesc, el padre del actual CEO, vio en ello una oportunidad de negocio.
Al principio, todo el proceso terminaba en papel, pero hoy en día lo digital ha tomado protagonismo. En muchos casos, el papel ni siquiera llega a materializarse, y el producto final solo se comercializa en el entorno digital. Adaptarse ha significado aprender nuevas herramientas y metodologías, pero siempre manteniendo la esencia del diseño editorial.
¿Qué significa para ti formar parte de una empresa con tanta historia como Grupo Ormo?
Para mí, tiene mucho mérito porque prácticamente he crecido aquí. A veces la gente me pregunta si después de tanto tiempo no me aburro, pero mi respuesta siempre es la misma: nunca he tenido tiempo para que eso me ocurra.
A lo largo de los años, he hecho cosas tan distintas que cada etapa ha sido como si fuera un nuevo reto. Si había que adaptar la maquetación digital para proyectos digitales, lo hacía; si surgía algo nuevo, lo aprendía y lo ponía en práctica. Esa variedad constante ha hecho que mi trabajo sea siempre dinámico y estimulante.
¿Cómo fue trabajar con tres generaciones de la saga Ortiz? ¿Qué destacarías de cada una?
Tuve poco trato con el abuelo Magí, ya que cuando entré en la empresa Francesc padre ya asumió la mayoría de las funciones. Sin embargo, Magí seguía presente y lo recuerdo como una persona entrañable. Yo tenía apenas 18 años cuando lo conocí, y guardo muy buenos recuerdos de él.
Una anécdota que me marcó fue cuando Magí empezaba a familiarizarse con el mundo digital. Teníamos un informático que debía ayudarlo con ciertos temas, y un día lo encontró en plena llamada con una teleoperadora. La operadora le indicaba: «Pulse el 1», y él, indignado, lo presionaba repetidamente en el teclado del ordenador sin entender por qué no funcionaba. También recuerdo que con el ratón tenía dificultades: deslizaba tanto que se le acababa la mesa y terminaba en la del lado. Fue un claro reflejo del choque generacional con la tecnología.
Por otro lado, Francesc padre tenía un espíritu de trabajo inigualable. Si había que ensuciarse las manos, él era el primero en hacerlo. Si había que arreglar algo, ahí estaba; si tocaba descargar un camión de cartón, no dudaba en ponerse al frente. Esa actitud nos contagiaba a todos y nos hacía seguir su ejemplo.
Ahora recuerdo que un día tuvimos que limpiar la filmadora, una máquina que generaba las películas con los cuatro colores para la impresión. Para ello esperaba que trajera algún producto químico sofisticado para la limpieza, pero en su lugar apareció con dos litros de Coca-Cola y me dijo: «Ja veuràs la merda que es menja això» («Ya verás la porquería que se come esto»). Y efectivamente, la máquina quedó impecable.
Fran, en cambio, tuvo un inicio muy distinto en la empresa. Empezó viniendo algunos veranos, aprendiendo como funcionaba todo y nosotros le asignábamos distintos trabajos.
Pero no sólo trabajé con ellos, también con sus hermanos. Ana, que vivía en Londres, hacía locuciones para nosotros, y el hermano más pequeño, Jimmy, también llegó a ser mi aprendiz en su momento. En cierto modo, he crecido dentro de la empresa al mismo tiempo que he visto crecer a la familia Ortiz.
Después de tanto tiempo en la empresa, ¿qué es lo que más disfrutas de tu trabajo y qué te motiva a seguir?
Lo que más disfruto es la constante necesidad de adaptarme a nuevos retos. Me motiva saber que cada proyecto es diferente y que nunca se trata de hacer siempre lo mismo. Esa evolución constante mantiene el trabajo dinámico y estimulante, permitiéndome aprender y crecer profesionalmente con cada nuevo desafío.
¿Cuáles son los elementos esenciales para una buena maquetación?
Creo que la organización es clave. Es fundamental asegurarse de que el texto esté bien colocado y que, a su vez, las imágenes estén correctamente distribuidas y ordenadas. Personalmente, soy bastante perfeccionista en este aspecto, y esa meticulosidad siempre me ha sido de gran ayuda. Una maquetación bien estructurada no solo facilita la lectura, sino que también aporta armonía visual y coherencia al diseño final.
¿Tienes algún proyecto dentro de Ormobook que recuerdes con especial cariño?
Sí, especialmente en mis inicios, cuando trabajábamos en enciclopedias con gran cantidad de imágenes y volúmenes. Todo el proceso era muy distinto al de hoy en día: en lugar de enviar los archivos directamente a imprenta, pasaban por un proceso detallado que incluía la creación de fotolitos. Podíamos ver cada etapa, desde el retoque de imágenes hasta ajustes minuciosos, como cuando, por ejemplo, nos pedían eliminar todas las palomas de la Plaza Cataluña para que quedara más “limpia”.
En aquella época, no existía la inteligencia artificial ni las herramientas automatizadas de ahora, así que el trabajo era más artesanal y meticuloso. Pasábamos meses y meses en un solo proyecto, lo que nos permitía encariñarnos con él. Antes, el proceso tenía más tiempo para madurar, había personas dedicadas exclusivamente a la búsqueda de imágenes, y todo se cuidaba al detalle. Era muy gratificante ver el resultado final después de tanto esfuerzo. En cambio, hoy parece que todo tiene que estar listo de inmediato, y en apenas dos meses un libro debe estar listo para imprimir.
¿Cómo ves el sector editorial de aquí a diez años?
Es evidente que todo avanza hacia lo digital. Lo veo reflejado, por ejemplo, en la educación de mis hijos, donde cada vez más materiales escolares son digitales y el papel va perdiendo importancia. En nuestro trabajo ocurre lo mismo: muchos proyectos actuales ya son de maquetación digital, con código y formatos adaptados a pantallas.
El papel sigue teniendo su espacio, pero cada vez queda más relegado. Así que, dentro de diez años, si la inteligencia artificial no nos ha reemplazado, es muy probable que el sector esté aún más orientado hacia lo digital.
Después de 25 años en el sector, ¿qué consejo le darías a alguien que quiere dedicarse a la maquetación editorial?
Sobre todo, que se preocupe por conocer bien las herramientas disponibles. Actualmente, cualquiera puede maquetar con un programa básico, pero la diferencia entre un buen y un mal maquetista está en el dominio de las herramientas y en saber aprovechar todo lo que estas ofrecen.
Las que más utilizo son Illustrator, Photoshop e InDesign, esta última es la principal. Sin embargo, con el avance digital es imprescindible familiarizarse también con herramientas de código, como Genially, algo que antes un maquetista no necesitaba. Adaptarse a estos cambios es clave para seguir evolucionando en la profesión.
¿Qué destacarías de la cultura empresarial de Grupo Ormo?
Lo que más valoro es que nunca se detienen ni se quedan anclados en lo que ya han conseguido. Siempre están innovando y buscando nuevas oportunidades, algo que viene de Francesc padre, que tenía una mentalidad inquieta y siempre estaba explorando alternativas para empezar algo nuevo.
Su filosofía era clara: no quedarse atrás. Siempre pensaba en novedades y en cómo evolucionar, lo que ha hecho que la empresa se mantenga en constante movimiento y con opciones reales de seguir creciendo.
Lo que más nos gusta: las anécdotas. Después de tantos años, alguna tendrás…
En Ormo hemos trabajado muy duro pero también nos hemos reído mucho…
Cuando trabajaba en Ormodesign, teníamos una tienda física donde vendíamos todo lo que creábamos. Diseñábamos nuestros propios productos, como una casita de cartón ilustrada por Pilarín, que nosotros mismos cortábamos y poníamos a la venta. También hacíamos encargos para jugueterías del barrio. Así fueron los inicios de Ormodesign.
Un día, a alguien se le ocurrió hacer una Jorgina de cartón. Como yo atendía en la tienda, la gente ya me tenía muy vista, y no sé en qué momento decidieron hacerme una doble de cartón y colocarla en el escaparate. Lo más gracioso fue que los vecinos pasaban y saludaban a la figura de cartón en lugar de a mí. Imagino que debieron pensar que era una borde, porque, claro, el cartón no les devolvía el saludo.
Pero lo peor era cuando abríamos la tienda por la mañana: ahí estaba la Jorgina de cartón, esperándonos y pegando sustos de muerte. Al final, les pedí que la destruyeran, pero con una condición: que no me contaran cómo lo hacían… prefería no saber.
Otra anécdota es que, durante mucho tiempo, mis padres tuvieron un quiosco en la esquina de Diagonal con Rambla Catalunya. En esa época, yo maquetaba fascículos en Grupo Ormo, y cuando iba a trabajar al quiosco, los veía ya terminados. Con orgullo, les decía a mis padres: «¡Mira, esto lo he hecho yo en Grupo Ormo!»
Recuerdo un proyecto muy heavy para Mango, donde teníamos que hacer caballos gigantes de cartón recubiertos con papel de oro para los escaparates de sus tiendas. En ese momento, aún no dominábamos del todo el trabajo con cartón, aunque sí sabíamos cortarlo y pegarlo a la perfección. Pero hubo algo que no calculamos bien: si el cartón absorbe humedad, se deforma.
Así que un día pegamos el papel de oro sobre los caballos con cola y, al día siguiente, nos encontramos con que se habían deformado por completo. Aprendimos a base de pruebas y errores hasta encontrar la manera de hacerlo bien, realmente fue un auténtico dolor de cabeza. Tras días y días de producción, teníamos caballos de cartón por todos lados en Ormo: unos pegados, otros despegados… Si le preguntas a Adrià, seguro que recuerda aquel proyecto. Pasamos semanas pensando: «Venga, ¿cómo podemos solucionar esto?» Pero, por mis narices, ¡lo sacamos adelante!
También tengo buenos recuerdos de un viaje a Múnich con Francesc para comprar una máquina de corte. Fuimos Sebas, Adrià, Francesc y yo. Francesc tenía claro que debíamos meternos en ese mundo, así que fuimos a una feria para estudiar cuál era la mejor opción para iniciar el proceso. Compramos la máquina y empezamos a tope… ¡De ese viaje nació Ormodesign!
Algo que quizás no es muy conocido es que nuestra imagen corporativa en los comienzos eran pollitos de colores. Cada empresa de Ormo tenía su propio color: Ormoplate, Ormodesign, Ormograf y Ormolab. Cada pollito representaba una de las secciones.
Recuerdo también cuando empecé mis prácticas en Ormo: éramos un equipo de diez maquetistas. Me vienen a la mente nombres como Milagros, Delia, Bienve… y Adrià era nuestro jefe. Cuando terminé las prácticas, Francesc le preguntó a Adrià: «No té cap germana o cosina que vulgui venir aquí?» (se ríe). Y, efectivamente, al cabo de un tiempo entró mi hermana.
En aquel momento, se veía normal que si alguien funcionaba bien, su entorno también lo haría. Había mucha familia en Ormo: Sergi trabajaba con su padre, Núria con el suyo (que era contable), yo con mi hermana… Era una forma de dar oportunidades a personas con actitud y ganas de aprender. En la actualidad, todo se hace a través de CV, pero ese método “antiguo” del que te he hablado tenía algo especial: te permitía descubrir talento en personas que, quizás, no tenían la mejor experiencia plasmada en un trozo de papel, pero sí las ganas de hacerlo bien.